Huyeron

Ninguno vive ya, programamos su caducidad y, esta vez, la cumplimos.

El aire se desvaneció, pasando sus últimos días nervioso, bajo el estrés de un futuro angostamente vislumbrado. El poco aire que quedó vive en una esquina tras la pared de una chimenea que le mantiene caliente, fumando todo lo que encuentra; calmando su vacío ininterrumpido mientras con sorna expulsa vientos pasivos.

El suelo también huyo, dejándonos —sin que nos diésemos cuenta— plataformas grises y tristes como suplentes. Él nunca quiso huir, mas por esta razón no paraba de mendigar miradas pulcras. Desgraciadamente solo encontró rastros de basura, signos de angustia y lágrimas. Atormentado por lo ajeno, se convirtió adicto a nuestros lastres y a nuestras piezas que abandonamos por el camino. Intentó vivir en grandes mansiones, pero se dio cuenta de que la sensación envejece a ojos que no saben mirar.

Los árboles,  plantas y flores cerraros los ojos, dormitando en su imaginación; ahora en nuestro mundo, solo respiran. Varios de ellos permanecieron al frente más tiempo del debido, sucumbiendo a nuestra sociedad  imposible de saciar; convirtiéndose en meros espectadores observándonos con una estupidez crítica, como si vieses un reality.

El agua no paró de rezar, implorando la vuelta a los olimpos como ambrosía escasa; demasiados sacrificios envasados había realizado ya. Nuestro acuerdo amistoso hace tiempo que se fue con el olvido; ya no sentía amistad, sino resignación. Con el dinero como quimera y la tristeza de capa, subió al olimpo, y desde allí esparce sentimientos defectuosos y obsoletos. Tuvo la esperanza de que nos diéramos cuenta de su vacío, mas nos impregnó antes su nuevo acuerdo artificial.

Hasta el Sol huyó,  angustiado e intranquilo por todo lo visto como mero espectador; su conciencia no lo soportaba más. Nos dejó su estela temporal como castigo eterno.

Se sentían infravalorados a la vez que no se sentían ellos mismos.

Solo quisieron ser libres, no debemos culparles. Si debemos culparnos.